EL MUNDO SEGÚN
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30 MINUTOS EN LAOS
Sop Ruak (Tailandia), 7 de enero de 2013.
Me habían dicho que la excursión no valía la pena y, aun así, algo dentro de mí quería llegar hasta la triple frontera. El triángulo de oro es el punto donde colindan Birmania –o Burma-, Laos y Tailandia. Lo único que los separa son dos ríos que confluyen para formar un único río, el Mekong. No sólo sentía curiosidad por pisar los países vecinos sino que también me atraía la idea de navegar sobre el Mekong. Este popular río viene desde China –aunque se conoce como Mekong sólo a partir de esta intersección- y llega hasta la ciudad de Ho Chi Minh en Vietnam, a partir de donde conforma un extenso delta.
En sí, el lugar carecía de cualquier interés. La furgoneta compartida nos dejó en un pueblo llamado Sop Ruak. Allí había un muelle destartalado donde por 300 bahts (7,5 euros) se navegaba río arriba junto a tierras birmanas y posteriormente río abajo hasta Laos, donde efectuaría una parada de media hora.
El barquito nos dejó en un pequeño muelle junto al cual había un puesto de inmigración y, un poco más allá, un mercado de artesanía, bolsos, monederos y licores. Pagando 30 bahts (menos de un euro), podías permanecer allí sin que te sellaran el pasaporte para no tener problemas con el visado tailandés. El mercado era como cualquier otro mercado tailandés y, de no ser por el idioma, aparentemente nada había cambiado con respecto al país del que veníamos. Pero si uno se fijaba un poco, era fácil darse cuenta de que Laos era algo más pobre. Nada más desembarcar, había un grupo de niños pidiendo 10 bahts de forma distendida. Me recordó a la constante mendicidad de India, pero sin el acoso y la insistencia. Junto al mercado, ni siquiera había un pueblo, así que, como no tenía ningún interés en comprar nada, me senté junto al muelle a observar a los niños y a sus madres.
Los niños son tan naturales; sean de la clase que sean, su único deseo es jugar. El acto de pedir obviamente no nace de ellos, sino que es una imposición de sus familias, de modo que poco a poco se convierte en una forma de vida. Una niña de unos 10 años arrastraba al que podría ser su hermano mientras el sol iluminaba sus sonrisas. Otros niños se acercaban a ver lo que hacían y se unían al juego. Alejado, otro niño sentado en el suelo con las piernas estiradas, jugaba a vete a saber qué con una lata vacía. Esto nos demuestra lo poco que hace falta para estimular la inigualable imaginación de un niño.
Las madres –ligeramente apartadas- no sonreían. Su rostro denotaba monotonía y conformismo. De vez en cuando echaban un vistazo a los niños, quién sabe si para comprobar si estaban bien o para comprobar que hacían su trabajo y se acercaban a los turistas para pedir dinero.
En Tailandia no se suele ver gente pidiendo. Normalmente venden algo: pañuelos, pulseras, o incluso un artilugio de madera que si lo frotas hace el sonido de una rana. Por supuesto, también los hay que piden sin más, pero no es lo habitual. Recuerdo un día en Bangkok en que se me acercó un viejecillo bastante sucio, con ropas raídas y que apestaba a alcohol. Yo estaba comprando una salchicha en un puesto de la calle y me preguntó si le compraba una. Le dije que sí y él señaló la más cara y apetitosa. Ni siquiera yo me había comprado esa salchicha así que le dije que esa era muy cara, que le regalaba una como la mía. Intentó convencerme, pero al final aceptó y, cuando se la di, no paraba de darme las gracias mientras se alejaba con una sonrisa desdentada pero sincera.
También recuerdo un día junto a un Buda gigante en Ayutthaya (antigua capital de Tailandia) en que había una señora vendiendo flores para ofrecer al iluminado. Junto a ella había un niño con una sola flor de tallo largo que se acercaba a los turistas y decía con voz dulce y delicada: “flower?” (¿flor?). Ni siquiera me acerqué a ver el Buda de cerca. Me senté junto a un árbol a observar al niño. En la otra mano llevaba un palo y de vez en cuando se despistaba y se ponía a jugar. En seguida la señora le llamaba la atención con mala leche. Sonaba como un jefe diciendo a un empleado: “deja de mirar Facebook, que estás en horas de trabajo”; sólo que el empleado tenía 6 años. Sin embargo, al niño se le olvidaba la reprimenda y seguía jugando, a veces incluso alejándose de la zona subido a un muro. Era muy tierno ver cómo hablaba con los amigos imaginarios con los que claramente estaba jugando. Cada vez que la señora interrumpía su juego y él la miraba cabizbajo como si hubiera hecho algo mal, me daban ganas de llevármelo a viajar conmigo y que siguiera jugando libremente. En fin, supongo que el mundo es como un gran museo: se mira pero no se toca. El mundo está creado así y así es como funciona actualmente. No hay mucho que uno pueda hacer por estas cosas, y mi misión es meramente observatoria.
Concluyendo mi historia del triángulo de oro, imagino que para la mayoría de los turistas de aquel barco todo se redujo a una entretenida visita a un mercado de Laos donde se pueden comprar tabaco y licores más baratos que en Tailandia. Y había unos niños muy graciosos pidiendo. No los estoy juzgando, así como tampoco juzgo a las madres laosianas ni a la señora que regañaba al niño de las flores. Obviamente pienso que eso debería ser el cometido de un niño, pero de todas formas yo sólo me limito a describir lo que durante aquella media hora sentado junto al muelle pude observar.