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historias

UN MAL COMIENZO
Nueva Delhi (India), 17 de agosto de 2012.
Era mi primer día como nómada. Llegué a Nueva Delhi vía Londres después de 18 horas entre vuelos y esperas. Llegué en un estado bastante deprimente, ya que arrastraba dos noches sin dormir, el jet lag y la pena por la despedida de mi familia. Cuando hice la escala en Londres, mi madre me llamó llorando desconsoladamente y me dijo entre llantos: “Javi, cariño, ¿cómo estás? Yo llevo así desde que te he dejado en el aeropuerto hace tres horas. No puedo parar de llorar, siento una pena muy grande.” A mí se me rompió el corazón y, aunque mantuve la compostura, rompí a llorar nada más colgar el teléfono. Esto me colocaba en un estado poco adecuado para mi segundo vuelo, el de 8 horas hasta Delhi. Pasé gran parte del vuelo llorando, sintiendo un vacío muy grande, totalmente desmotivado y sin ganas, y muy cansado. En el trascurso del viaje estrené un cuaderno del mundo que me regaló mi amigo Bruno para que escribiera mis aventuras.

 

El escrito decía así (copio literalmente del cuaderno):


«La noche ha sido muy larga. No he podido dormir absolutamente nada porque lo había dejado todo para última hora y era mucho más de lo que creía. Durante el día anterior fui dejando cosas encima de la cama y después vendría la selección. Diría que no he olvidado nada. La mochila pesa 15 kg y luego llevo una riñonera y una mochilita pequeña con el portátil dentro y alguna cosilla más para el vuelo. A las 10.00 acabé definitivamente. Todo estaba listo en la maleta y en el ordenador. Gran parte de la noche la pasé escaneando documentos y páginas de las guías para no tener que llevármelas. Sobre la mochila, me parece excesivamente pesada. Seguramente en unos días me harte y tenga que regalar o tirar algo. Creo que la ropa es la adecuada, pero quizá me he pasado con los medicamentos y luego tres o cuatro libros que no sé si acabaré cansándome de llevar a la espalda.

 

Después de hacer un par de gestiones que me quedaban en el banco (recoger rupias) y en la farmacia (ponerme la última dosis de una de las vacunas), hemos salido para Barcelona. Ya en el aeropuerto, he facturado rápido y hemos podido comer algo. Luego he pasado el control. Tengo sentimientos muy encontrados. Supongo que por el sueño y el cansancio, de repente me da mucha pereza empezar esta aventura. Y me siento raro, en plan: “¿qué estoy haciendo?”.

 

Supongo que es normal tener miedo. Todos los nervios que no he tenido los días anteriores me han salido hoy. Ha sido muy raro despedirse hasta dentro de tanto tiempo. Mi madre ha llorado mucho, más de lo que nunca la he visto llorar, y yo también he empezado a llorar. Todo ha sido en las mismas puertas del control, en el momento del abrazo final. Es una imagen que me ha quedado grabada en la cabeza. En fin, tengo miedo, estoy nervioso y sólo siento ganas de llorar. La verdad es que no esperaba ponerme así; pensé que lo iba a llevar mejor.

 

Después de haber dormido un poco en el primer vuelo, tengo algo de ilusión de nuevo, pero sigo cagado de miedo. Nunca me había despedido de mi gente hasta quién sabe cuándo. Aquí empieza el cambio de vida, la incertidumbre, la inseguridad. Sólo sé que ahora mismo no sé nada. Creo que necesitaré unos cuantos días para empezar a sentirme a gusto y cómodo, para aceptar por completo la aventura que hoy empieza.»


Cuando por fin llegué al aeropuerto de Delhi, recogí la maleta, pasé los controles de inmigración sin problema y me dirigí en busca de un autobús para ir al centro de Delhi. No fue fácil; los taxistas se me acercaban como buitres. Uno me dijo que no había autobuses, y que fuera con él un momento. Le seguí durante unos minutos, pero cuando vi que se desviaba hacia un subterráneo, me dio mala espina y me fui. Al final, encontré un autobús que me llevó a Connaught Place por 70 rupias (un euro aproximadamente).

 

A continuación me dispuse a cambiar al metro. Cuando bajé del autobús, mientras buscaba la boca de metro, me persiguieron algunos caza-turistas, pero no hice caso. En el metro me sentí muy cómodo. La gente va a la suya y no están interesados en tu dinero, así que se va más tranquilo. Además, el aire acondicionado era de agradecer.


Tras dos trasbordos, me bajé en la estación de Govindpuri y allí tomé un autorickshaw, un vehículo de tres ruedas cerrado que me llevó al callejón número 6 de la calle Govind por 30 rupias. Por fin, dos horas después de haber aterrizado, ahí estaba, frente al número 685, donde vivía mi couchsurfer.

Pintu era un chico con el que había contactado a través de Couchsurfing.com, una red de hospitalidad donde la gente ofrece un lugar para dormir (desde un sofá hasta una cama o un colchón en el suelo). Puesto que mi viaje pretendía ser lo más largo posible y mis ahorros eran más bien pocos, decidí que iba a viajar colaborando como voluntario a cambio de alojamiento y comida, o alojándome con personas de Couchsurfing.com.


Cuando llegué al sitio, sólo había una puerta de hierro roja, como un pequeño almacén, a pie de calle. Tras llamar varias veces, apareció Pintu, que aún dormía ya que había trabajado hasta las 4 de la mañana. El espacio era una habitación de 2x3 m totalmente vacía excepto por una maleta tirada en el suelo y una sábana sobre la que él dormía, sin colchón ni nada. Apartó un poco su sábana y unos ladrillos que había en una esquina y dejó un pequeño espacio de suelo en el que me indicaba que podría dormir yo con mi saco.

 

Al mover los ladrillos empezaros a salir cucarachas, arañas y hormigas, y por el espacio de debajo de la puerta cerrada podía entrar perfectamente cualquier animalillo de la calle (léase "ratas"). Yo quedé en estado de shock y sólo podía pensar que quería irme de allí.

 

Poco a poco me fui acostumbrando al antro y empezamos a hablar un poco. Apenas le entendía cuando hablaba, pero no hacía más que hablar de gente mala y de anécdotas de gente que él conocía y que los drogaron, los envenenaron, les pegaron e incluso a algunos los mataron. También me empezó a hablar de las etnias de India y a decirme que no me relacionara con la mayoría de ellas, y que especialmente no me acercara a los Punjabi. En circunstancias normales me hubiera reído de él y me hubiera ido, pero ante mi estado de sueño, jet lag, tristeza y choque cultural, me lo creí todo y sufrí un ataque de pánico.

 

Unos diez minutos después, él se fue a trabajar y yo me quedé solo en la casa. No me atrevía a salir y no dejaba de arrepentirme de haberlo dejado todo para esto. Sentía que no estaba preparado, que no debería haber dado ese paso, que no quería seguir en ese país ni con esa gente y que me quería volver a España inmediatamente. Me senté en el suelo abrazándome las piernas entre las cuatro paredes blancas y empecé a llorar.


Al final, en un momento de lucidez, pensé que a mí no me había parecido todo tan peligroso como él me decía cuando venía en el autobús y en el metro, así que me armé de valor y salí a dar una vuelta por la zona. La verdad es que me sentí muy cómodo, así que decidí ir a explorar el centro de Delhi en metro y me acerqué a la Puerta de India. La verdad es que por la calle me sentía tranquilo y a gusto. Yo tenía dos contactos más de Couchsurfing.com con los que podía haber quedado, pero al decirle los nombres a Pintu, me dijo que eran mala gente, que no fuera con ellos, que eran punjabis y me querrían timar o drogar. Yo obedecí sin cuestionar. Después de mi paseo por el centro, volví al zulo sobre las 20.00.


Ahora lo pienso y sé que es ridículo, pero en ese momento lo pasé mal. Empecé a desconfiar de todo el mundo y, además, entre aquellas cuatro paredes me moría y no podía respirar, a 35ºC y con un simple ventilador.

 

Sobre las 12 de la noche me llamó para preguntarme qué planes tenía después de Delhi. Le dije que planeaba ir a Haridwar y me dijo que se venía conmigo unos días. La sola idea me produjo repulsión, pero no supe reaccionar y, como un tonto, le dije que sí. Era una sensación muy rara, porque yo era consciente de todo lo que estaba pasando y sabía que no era tan grave y que tenía fácil solución, pero por algún motivo estaba en tal estado de shock que no era capaz de coger las cosas e irme. Lo único que me pasaba por la cabeza era irme de India lo antes posible y dejar mi proyecto por imposible. Una rendición que, de haberla llevado a cabo, habría sido totalmente precipitada.


Esa noche tampoco dormí. No hice más que sudar y cuando me quedaba medio dormido, tenía pesadillas. A las 4 de la mañana llegó él y le dije que había cambiado de idea y que ya no quería ir a Haridwar. También le dije que lo estaba pasando un poco mal porque echaba mucho de menos a mi familia -lo cual era cierto pero no el detonante de mi malestar- y que no comprendía qué me estaba pasando pero que necesitaba irme a un hotel para descansar bien y estar solo. Él me dijo que lo entendía y se quedó pensativo. Entonces me preguntó: “¿Y dices que no entiendes por qué estás así? ¿Has comido o bebido algo en la calle? ¡Es posible que te hayan intentado envenenar!” En fin, sin comentarios.


Sobre las 12 del mediodía (7 de la mañana en España) llamé a mi hermana brevemente por teléfono (entonces no había whatsapp ni nada, las llamadas se pagaban) y le expliqué todo. Le pedí que por favor me reservara un buen hotel por Internet y me diera la dirección. Sentía asco hacia todo lo indio, la comida, la gente… así que necesitaba un hotel lo más occidentalizado posible para volver a sentirme a gusto.


Cuando entré por la puerta del hotel Jivitesh, se me escapó una sonrisa y mis músculos se aflojaron un poco. Era lo que necesitaba, aún a sabiendas de que lo que sentía por India en esos momentos era incluso racista.


Cuando le dije a mi hermana que ya estaba en el hotel y que ya me sentía algo mejor, ella me comentó que había estado pensando que quizá se me había juntado la experiencia del loco paranoico, el zulo, el choque cultural, la despedida de mi familia, las tres noches sin dormir y el sentirme solo con una reacción a las vacunas que me había puesto justo antes de partir. Eso explicaría por qué sudaba tanto y tenía pesadillas... Y tachán, ¡tenía fiebre! Todo empezó a tener sentido. La impotencia que sentía, el bloqueo, el no pensar con claridad, el rechazo hacia India... era todo fruto de la fiebre.


Efectivamente pasé los siguientes tres días en cama tratándome la fiebre y, aunque estuve dos días sin comer y sin permitir que nadie entrara en la habitación ni siquiera a cambiarme las toallas por la repulsión que sentía, poco a poco empecé a recuperarme y decidí darle una segunda oportunidad a aquel país de entrada tan hostil pero que con el tiempo tanto llegaría a amar.

 

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