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historias

RÁSCAME LA LENGUA Y TE DEDICO UNA SONRISA
Valencia (España), 3 de abril de 2012.
Iba de camino a Alicante (España) para hacer mis prácticas de patrón de barco y tenía dos días libres, así que decidí visitar a mi sobrino en Valencia. Puesto que él estaba bastante ocupado con sus entrenamientos de judo, se me ocurrió pasar el primer día en el Oceanográfico, uno de los mayores zoológicos marinos de Europa.


Consulté la web por Internet y vi que ofrecían cursos de "Entrenador de mamíferos marinos por un día". No importaba lo que costase, yo quería hacerlo aunque tuviera que dejar vender un riñón. Y cuando algo se me mete en la cabeza... El precio era desorbitado: unos 230 euros, creo recordar. Lo consulté con la almohada y decidí hacerlo. Era Semana Santa, así que tuve suerte de encontrar una plaza, ya que cada día sólo podían participar como máximo dos personas.


Me presenté en la puerta principal a las 10 de la mañana y me recogió una entrenadora. La otra persona del curso ya estaba allí, una chica de Coruña que estudiaba biología. Nos dieron una ropa más adecuada y botas de punta de hierro.


Entramos en los laboratorios y nos presentaron el programa del día. En el departamento de nutrición nos dijeron cómo calcular la cantidad de pescado que debía consumir cada animal, los horarios de comidas, los suplementos vitamínicos, etc. Con toda esa información, empezamos a preparar cubos de pescado para dar de comer a los animales. Cada especie debía consumir un número concreto de pastillas vitamínicas que debían camuflarse entre el pescado. Para ello se hacía un agujero a la altura de las branquias del arenque o del boquerón y se introducían un par de pastillas.


El primer lugar fuimos a la zona polar, donde había morsas y belugas. Uno espera que las morsas sean grandes, pero cuando está al lado de una de ellas siente que cualquier imagen mental previa era insuficiente. Pueden pesar alrededor de los mil kilos o un poco menos en el caso de las hembras. Los bigotes no son como los de una foca o un gato, sino que son gruesos como los fideos de un cocido y no muy largos. No nos permitieron tocarlas para evitar posibles accidentes; no porque pudieran atacarnos, sino más bien porque un movimiento inesperado podía tener graves consecuencias.


Con las morsas aprendimos lo que significa realmente “entrenar” a los animales. Solemos pensar que entrenar a los animales es prepararlos para hacer un espectáculo, como suelen hacer los delfines. La realidad es que esto sólo constituye un 30% del trabajo del entrenador. De hecho, hay animales que no hacen ningún espectáculo y aun así se les entrena. La pregunta es: ¿para qué?


La salud de los animales se tiene muy en cuenta en centros como éste. Pero ni los entrenadores ni los cuidadores son veterinarios. De modo que, cuando un animal enferma, hay que llamar al especialista. Todos sabéis lo nervioso que se pone un gato o un perro cuando lo llevamos al veterinario. Éste tiene que ir con mucho cuidado para evitar un mordisco o un arañazo “en defensa propia” por parte de los animales asustados. Ahora cambiad el perro por una morsa y entenderéis por qué es necesario que estén entrenados para cuando haya problemas de salud. Se llama entrenamiento preventivo.
Cada día, los entrenadores repasan todas las órdenes con sus animales: túmbate, boca arriba, abre la boca, dame la aleta, ponte de pie, etc. Al fin y al cabo, es como ir al médico, sólo que no hablamos el mismo idioma. Por eso, el entrenador trabaja una serie de gestos para que el animal realice las órdenes. Obviamente la asociación entre estos gestos y las acciones se les ha tenido que ir enseñando lentamente mediante un método de recompensas, pruebas y ensayos. Y los ensayos se realizan con imitaciones de todo el material. Por ejemplo, para practicar una ecografía, se le dice a la morsa que se tumbe boca arriba y abra las aletas. Entonces se la mantiene quieta –el entrenador permanece junto a ella en todo instante mientras el veterinario realiza su trabajo- y, para que el animal se acostumbre a la maquinaria, se utiliza una caja de cartón con unos tapones de botellas a modo de botones, un cable de plástico y un cilindro en el extremo. Todo esto simularía el ecógrafo para que, cuando ocurra de verdad, no entre nada nuevo en escena.

Después de las morsas fuimos a ver a las belugas, una especie de delfín blanco y bastante más grande que habita en aguas polares. Para mí, la beluga es el animal más simpático del mar. Ésta en concreto se llamaba Yulka y, aunque al principio estaba asustada por unas obras cercanas –era muy interesante ver cómo, cada vez que se acercaba a nosotros, iba mirando hacia atrás porque no se fiaba de los ruidos- al final nos cogió mucha confianza.


Nuevamente, repasamos todas las órdenes del entrenamiento preventivo y le dimos un par de cubos de arenques con vitaminas incluidas. Después, la estuvimos acariciando un buen rato y parece mentira lo agradecida y simpática que era. De hecho, las belugas son los únicos animales marinos que tienen musculatura facial y por tanto pueden sonreír, estar tristes o enfadadas. Y Yulka tenía un secreto: le encantaba que le rascaran la lengua. Al principio daba respeto meter la mano en una boca tan grande llena de afilados dientes, pero cuando la veías sonreír y disfrutar, todo el miedo desaparecía. Con Yulka aprendimos otra curiosidad: tanto ellas como las morsas, los delfines, focas y los leones marinos tienen una capa de grasa bajo la piel de varios centímetros, así que las extracciones de sangre se les practican en la aleta caudal –la cola, para entendernos-, donde las arterias y venas asoman como pequeñas hendiduras.


A continuación fuimos a dar de comer a las focas, unos animales bastante tranquilos y obedientes pero con muchas ganas de comer. La entrenadora nos dijo que si habíamos cogido un pescadito del cubo y se lo íbamos a dar, no podíamos arrepentirnos, ya que ellas pensarían “lo he visto, ¿dónde está?” e intentarían echársenos encima para buscarlo. A pesar de ser mucho más pequeñas que los animales anteriores, a mí me dio un poco más de miedo darles de comer, ya que sus bocas son como el hocico de un pastor alemán, con el mismo tipo de dientes. Y no se les lanzan los peces desde 20 o 30 cm como a las morsas o a la beluga, sino que se le pone junto a la boca y ella lo coge de tu mano con un movimiento algo brusco. La verdad es que con las focas hicimos poco más, aunque quisiera destacar su destreza para nadar bajo el agua y su torpeza fuera de ella. Prácticamente no tienen “brazos”, así que se mueven saltando sobre la barriga sin más apoyo. Por su parte, los leones marinos y las morsas tiene unas aletas delanteras que llegan al suelo, lo cual los hace un poco más ágiles. De hecho, los leones marinos se mueven bastante con bastante elegancia fuera del agua.


Después de las focas hicimos una visita rápida al centro de rehabilitación de tortugas. Es un lugar con varias piscinas circulares individuales donde acogen tortugas que han sufrido algún daño y las cuidan hasta su recuperación. Es muy triste ver una tortuga a la que le falta una pata y sólo puede nadar en círculos; o una tortuga con el caparazón seco porque no puede hundirse y bucear. En muchas ocasiones, el responsable de estas situaciones es el ser humano. Una tortuga que no puede bucear es porque probablemente ha ingerido alguna bolsa de plástico que tenía aire dentro y, hasta que no se le ayude a expulsarla con una dieta blanda, no podrá sumergirse de nuevo. La mayoría de las tortugas llegan al centro rescatadas por pescadores. No obstante, en muchas ocasiones son sus redes y aparejos los causantes de la anomalía.


Llegó la hora de la comida. La persona que comió con nosotros era uno de los entrenadores de delfines, que se ganó nuestra atención en cuanto comentó que había sido entrenador de orcas durante muchos años. Nos pasamos la hora de la comida avasallándolo a preguntas. El pobre apenas comió, aunque educadamente dijo que no tenía hambre. Nos contó que trabajar con orcas es muchísimo más arriesgado que trabajar con delfines. Siempre hay que estar alerta, pero con los delfines te puedes permitir relajarte un poco más, ya que en caso de despiste, las consecuencias no son tan graves. La orca no es mala como nos la pintan en muchas ocasiones. No es un animal agresivo, lo que pasa es que está en la cima de la cadena alimenticia, es decir, no tiene depredadores y eso hace que para ella no exista el miedo. De modo que, si siente algún tipo de curiosidad, nada la detendrá de acercarse y mirar o probar algo que no estaba previsto.

Al terminar de comer, nos dirigimos al delfinario, donde, además de ver el espectáculo desde la cabina de mando, estuvimos jugando con ellos, dándoles de comer, dándoles instrucciones como las del espectáculo, etc. Con los delfines se trabaja con un silbato para llamar su atención, y las instrucciones, como en los casos anteriores, se les dan con las manos. Les hicimos saltar a coger un delicioso arenque a 2 m de altura, ponerse “de pie” fuera del agua y “caminar” sobre la cola, e incluso hicimos salir a un delfín fuera del agua sobre el abdomen y pudimos acariciarle el cuerpo entero. Lejos de molestarle, disfrutaba de lo lindo con las caricias. Como curiosidad sobre los delfines, tienen varias piscinas comunicadas con la piscina principal. Es como si hubiera habitaciones privadas a las que poder retirarse cuando a uno le apetece estar solo. Efectivamente, los delfines también tienen problemas sociales, se pelean, se hartan de sus compañeros, necesitan un descanso y finalmente hasta pueden reconciliarse.


Por último, nos dirigimos al recinto de los leones marinos. Estos animales son aparentemente parecidos a las focas, aunque, como ya he comentado antes, tienen las aletas delanteras más largas y por tanto pueden ponerse de pie. Además, tienen unas pequeñas orejas que las focas no tienen y un cuello más estilizado y diferenciado que las focas, que parecen tener la cabeza directamente unida a su voluminoso cuerpo. En mi opinión, otra gran diferencia es el nerviosismo. Los leones marinos son los animales más hiperactivos que conozco. Nunca están completamente parados. Nuevamente practicamos algunas instrucciones con ellos y llevábamos un cinturón con un cubito de pescados que íbamos lanzándoles como recompensa. Otro consejo importante: si coges un pescadito, no escondas la mano detrás de ti, ya que intentará ir a por él y podría tirarte para conseguirlo. Para detenerlos, se ponía el puño cerrado junto a su hocico y había que decirle “target”. Entonces él pegaba su hocico a tu mano y ya estaba a tus órdenes. No olvidaré la sensación del hocico respirando literalmente pegado a mi mano. Curiosamente, una de las leonas marinas, Ámber, en lugar de tragar la comida directamente como las morsas, las belugas, los delfines y los otros leones marinos, masticaba antes de tragar, de modo que, cuando encontraba las pastillas de vitaminas, las escupía. Bastaba con enseñarle un nuevo pescado antes de que acabara el otro para que se le olvidara la pastillita y se desviviera por la nueva recompensa.


Y así nos dieron las 5 de la tarde, hora de ducharse, cambiarse y volver a la vida real. La experiencia duró sólo un día, pero fue intenso y hay detalles que no se borrarán de mi memoria sensitiva –si es que existe algo así- nunca jamás. Así mismo, el precio fue probablemente excesivo, pero lo volvería a pagar con los ojos cerrados.

 

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