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historias

DESIERTO DE THAR
Jaisalmer (India), 1 de noviembre de 2012.
Eran las 7 de la mañana y acababa de llegar a una ciudad anaranjada bajo los primeros rayos de sol, cubierta de arena y que cantaba al son de una música tradicional india impregnada con motivos claramente árabes. En el extremo oeste del estado de Rajasthan, a tan solo 100 km de Pakistán y separada de éste sólo por un extenso desierto de arena, se encontraba la hipnótica Jaisalmer. Uno de mis destinos más ansiados en India precisamente por ser la puerta al desierto de Thar, que esperaba poder descubrir a jorobas de un camello.


En el autobús nocturno procedente de Pushkar conocí a tres españoles bastante dispares entre sí y con los que, aparte de la nacionalidad, compartía más bien poco. Uno era un barcelonés de apariencia gay, extremadamente caprichoso y que no dejaba de quejarse por todo; otro era un sevillano mucho más distendido y risueño aunque ácido; y la otra, su pareja, era una chica parisina que hablaba muy bien el español, pero bastante fría y distante. Aunque intenté relacionarme con ellos, se comportaban como si mantuvieran una relación a tres bandas casi imposible de penetrar. Así que la cosa no cuajó, pero por alguna extraña razón, al llegar a Jaisalmer acabamos subiéndonos en un mismo coche con dirección al interior de la fortaleza en busca de alojamiento. Después de atravesar tres puertas de entrada a la antigua ciudad amurallada, llegamos a un hotelito de dos estrellas con muy buena pinta: Hotel Desert. Me pedían 150 rupias por una habitación sin baño, aunque agradable, limpia y con vistas al fuerte. Intenté rebajar un poco el precio, pero no fue posible, así que intenté encontrar algo más barato en los alrededores. Al chico barcelonés no le gustó ninguna de las habitaciones que le mostraron, así que ellos tres también decidieron salir a buscar otra cosa, si bien esta vez no lo hicimos juntos. Como no encontré nada mejor, volví al Hotel Desert, donde los españoles estaban haciendo el check-in, así que acabamos alojándonos en el mismo hotel. No obstante, esa mañana fue la última vez que los vi.


Me duché y me tumbé en la cama. ¡Qué lujo! Desde la cama veía la fortaleza sin siquiera levantar la cabeza de la almohada. Me quedé un rato leyendo junto a la ventana y disfrutando de las vistas. A continuación decidí subir a la azotea del edificio, donde estaba el restaurante, y desayuné una crêpe de nutella y un lassi de plátano, una de las pocas veces en que rompí mi rutina diaria de desayunar aloo parantha con dahi y pickle (una especie de tortita de patata con yogur y guindilla en salsa picante). A continuación bajé a la recepción para informarme de los safaris al desierto. El dueño del hotel me intentó convencer de que eligiera tres días y dos noches, pero yo le dije que andaba muy justo de dinero, que todo dependía de los precios. De entrada me dijo que el precio más bajo que me podía hacer eran 900 rupias por día, así que 2D/1N costaban 1.800 y 3D/2N costaban 2.700. Intenté que me dejara el paquete de 3D/2N por 2.000 rupias, pero me dijo que no podía. Seguimos hablando. Le conté que yo vivía en India y que había estado trabajando como voluntario en una ONG en Dehradun, limpiando India, así que no tenía mucho dinero, porque en la ONG no había cobrado nada. Entonces me ofreció el safari de 3D/2N más las noches anterior y posterior al safari por un total de 2.500 rupias, pero me pidió que no dijera nada porque las otras personas estaban pagando más. Acepté el trato muy orgulloso de mi habilidad para el regateo, habilidad que adquirí en Dehradun durante mi estancia en la ONG y que fui puliendo en mis viajes en solitario.


A raíz de la conversación sobre mi trabajo como voluntario, el propietario me presentó un proyecto de ONG que ellos tenían en una escuela del desierto. El proyecto sonaba muy bien y, de no ser porque mi visado expiraba en breve, me hubiera gustado ayudar en la escuela un tiempo. Me contó que los últimos 10 días habían tenido a dos españoles y que precisamente volvían a Jaisalmer esa misma mañana, así que en lugar de salir a disfrutar de la ciudad, decidí esperar a que llegaran para conocerlos. Anna y Xavi, vaya delicia de personas. Anna era extrovertida, cariñosa, entusiasta, risueña, y divertida; Xavi era reservado y discreto, pero noble, sincero, cálido y cercano. Sólo pude pasar tres horas con ellos porque se iban a Varanasi, pero fue como si nos conociéramos de toda la vida. Me contaron cómo había sido su experiencia en la escuela, me enseñaron fotos, comimos juntos, fuimos a ver un poco la ciudad y nos despedimos con ganas de más. ¡Efímero pero intenso, mi combinación favorita!


Por la tarde estuve descubriendo Jaisalmer por mi cuenta y volví a tiempo para disfrutar del atardecer desde la azotea del hotel. La ciudad entera tomaba un tono amarillo brillante por el reflejo del sol, que se iba poniendo lentamente en un horizonte completamente despejado sobre la inmensidad del desierto. Después salí a cenar algo fuera de las murallas y regresé temprano para descansar.

Al día siguiente a las 8 de la mañana estaba listo para ir al desierto: ropa larga pero fresca, gorra y pañuelo para cabeza y cuello, saco de dormir, repelente de insectos, linterna, toallitas húmedas para la higiene personal y ganas, muchas ganas, tantas ganas que me olvidé las gafas de sol. Me pareció algo sumamente importante, así que convencí a un chico para que me acercara al hotel en moto para cogerlas. Cuando volví había cuatro personas esperando en el jeep: una pareja de alemanes, un australiano y una brasileña. Los alemanes se sentaron atrás de todo y mostraban poco interés en compartir experiencias con los demás. Ambos eran poco expresivos y únicamente hablaban entre sí, como si anduvieran cuchicheando sobre cosas privadas. El australiano era todo lo contrario. Fue él quien rompió el hielo presentándose y haciendo preguntas. Tenía la cara desmesuradamente grande, con una nariz acorde y el pelo muy rizado, lo cual le confería un aspecto bastante cómico y eso hacía que fuera muy fácil conversar con él. La brasileña era absolutamente masculina: pelo rubio cortado a lo Carlos Baute, polo azul marino de Lacoste, pantalones largos de safari y botas marrones, gafas de sol Ray Ban estilo aviador, voz grave y forma de hablar soberbia. De hecho, hasta que no la oí decir que se llamaba María estaba convencido de que era un chaval guapete, caprichoso y con pasta. Ella iba sentada en el asiento del copiloto, y tal era el camuflaje de su feminidad que el conductor del jeep, que quizá no entendió que se llamaba María, le preguntó si quería conducir el jeep por el desierto, a lo que ella accedió sin pensárselo como si fuera un sueño hecho realidad. Paró el coche y cambiaron los asientos. Como un niño ante un juguete nuevo, María arrancó en primera y condujo feliz y hábilmente hasta la granja de camellos.


El desierto no era como yo creía. Yo esperaba grandes dunas de arena desde el principio y la verdad es que era un sitio bastante normal; árido, pero sin más. Había un par de dedos de arena y algunos árboles y cactus alrededor. Una vez nos asignaron los camellos, empezamos a adentrarnos más, aunque el escenario seguía siendo el mismo y el camino estaba claramente diferenciado.


Mi camello se llamaba Raju. Era un macho bastante pequeño comparado con todos los otros camellos pero muy obediente. Seguía sin rechistar a la camella que llevaba delante, que, aunque parecía su madre, al parecer era su novia. Yo traía el concepto de que cuando el camello se ponía de pie era fácil caerse. A mi padre le pasó en Lanzarote (Canarias, España), aunque siempre aclaraba que fue porque el camello se levantó antes de que él se hubiera sentado del todo. No obstante, en mi cabeza rondaba la idea de que me iba a caer, pero cuando Raju se levantó, al ser pequeño, apenas noté el movimiento.
Después de dos horas bajo el sol, llegamos a un pueblecito del desierto. Aunque seguía sin ser el desierto de arena que yo esperaba, la sensación de estar en medio de la nada, rodeado sólo por el color marrón, me arrancó una pequeña sonrisa. En el pueblo no había prácticamente nadie: sólo una señora vendiendo agua fría a precio de oro y unos niños jugando y pidiendo bolígrafos y rupias. Llevamos a los camellos a un abrevadero cercano y continuamos con nuestra ruta. Menos mal que llevaba un pañuelo cubriéndome la cabeza a modo de turbante, si no me habría llevado una insolación de recuerdo.
Una hora después paramos para comer bajo una carrasca. Arroz, sabzi (verduras con curry), roti (pan indio) y abundante chai (té indio con leche). Todo lo necesario para hacer la comida -harina, verduras y arroz- venía en las bolsas que colgaban de los camellos. También llevábamos agua potable y agua no potable para remojarnos. La leche, obviamente, era en polvo.


Lo más curioso de la comida, para mí, fue cómo se lavan los platos en el desierto, con arena, nada de agua. Se entierran en la arena y se frotan con ella. La suciedad se va rápidamente y luego sólo hay que sacudir el plato y pasarle la mano un poco para quitar la arena seca.


Seguimos con nuestro viaje y por fin divisamos a lo lejos unas dunas de arena. Era mi sueño hecho realidad: atravesar un desierto de arena, duna arriba, duna abajo, encima de un camello. Nos detuvimos en un lugar tranquilo sobre una gran duna. Era el lugar elegido para pasar la noche. Eran las 17.15, así que pudimos correr y saltar por las dunas un buen rato antes de disfrutar de una preciosa puesta de sol sobre la arena. Yo me alejé demasiado y cuando acabó la puesta, los otros cuatro volvieron al “campamento” (lo pongo entre comillas porque no había tiendas de campaña ni nada parecido). Yo me quedé todavía un poco más y, cuando me quise dar cuenta, estaba completamente oscuro. Suerte que llevaba una linterna en el bolsillo. Volví al campamento y empezamos a preparar la cena. Los que querían ir al baño, ya saben... apartarse de las dunas donde hubiera un poco de vegetación, agacharse y luego enterrar bien lo depositado. Empezamos a cenar y, de repente, lo nunca visto: ¡un niño vendiendo cerveza fría! ¿De dónde narices había salido si no había ningún pueblo en un radio de cinco kilómetros? Lo que hay que hacer para ganarse la vida...


Después de cenar y cantar un rato –me tocó cantar tres o cuatro canciones-, extendimos unas mantas sobre la arena y, con los sacos de dormir y ropa de abrigo, nos dispusimos a dormir al aire libre. El cielo estaba precioso; se veían cientos de estrellas claramente. Aparecieron algunos perros que nos hicieron de escoltas durante la noche y una plaga de cucarachas emergió de la arena para buscar cobijo entre nuestras mantas. Aun así, lo cierto es que no resultaba desagradable; supongo que no había nada que hacer para librarse de ellas.


Durante la noche me desperté un par de veces por el resplandor de la luna llena. Parece mentira la luz que puede llegar a dar la luna en un sitio tan oscuro.

Fui uno de los primeros en levantarse, sobre las 6 de la mañana, para ver un precioso amanecer de colores anaranjados que convertían ese lugar negro y oscuro en un lugar brillante y anaranjado. Desayunamos y todos mis compañeros se fueron, ya que sólo habían contratado 2D/1N. Se quedó conmigo uno de los guías, Murad, y me dijo que probablemente alguien se nos uniría más tarde. Por alguna razón divina, no fue así, de modo que tuve la increíble oportunidad de vagar por el desierto con la única compañía de Murad y su camello. Me enseñó a llevar las riendas de mi nuevo camello -Mahendra, una hembra alta, fuerte y rebelde- y me dijo: “ve donde quieras, yo te sigo”. Fue increíble; yo al mando ante un vasto desierto. Atravesé dunas y zonas de todo tipo hasta meterme en una zona llena de árboles de pinchos y cactus. No era el mejor lugar para ir sobre un camello que de vez en cuando desobedecía con fuerza y daba media vuelta o cambiaba de ruta en seco. Por supuesto, dada mi tendencia a las anécdotas, tuve dos accidentes. El primero porque Mahendra decidió pasar bajo la copa de un árbol de pinchos y, como en los dibujos animados, yo me tragué todos los pinchos. Tuve que poner la mano y tumbarme hacia atrás, aun así, me hice numerosos cortes en las manos y casi me caí del camello. En el segundo accidente, mi querido amigo pasó tan pegado a un cactus que mi pierna quedó atrapada entre su cuerpo y el cactus. Mi pantalón de tela quedó hecho trizas y mi pierna llena de heridas sangrantes. No obstante, pasar el día a mi rollo en el desierto junto a un guía que, siempre detrás de mí, cantaba canciones indias agudísimas sin articular palabra excepto un “aap accha ho?” (¿estás bien?) después de ambos accidentes.


Por la mañana visitamos otra aldea del desierto. En esta ocasión disfruté mucho puesto que había una pequeña escuela y el profesor y algunos niños se encontraban dentro, así que decidí entrar a saludar y de paso ver la escuela, las clases, los medios con que contaban, etc. La verdad es que medios, pocos: un par de aulas diáfanas donde los niños se sentaban en el suelo y una pizarra al frente; una pequeña sala con una mesa que hacía las veces de despacho del profesor; y una garrafa de agua y un buen manojo de plátanos. A pesar de la escasez, me ofrecieron agua y plátanos y, aunque de entrada los rechacé, insistieron tanto que no pude más que aceptar. Estuvimos hablando alrededor de media hora gracias a mi hindi, porque su inglés era prácticamente inexistente. Desde luego cada vez estoy más orgulloso de esta afición mía de aprender los idiomas locales de cada lugar que visito. Sin duda te permite ir más allá.


Los niños estudian hindi, marwari (lengua local), matemáticas, sociales y ciencia. Entré en una de las aulas y, puesto que tenían algunas letras del alfabeto hindi escritas en la pizarra, estuve repasando con ellos lo que acababan de aprender. Me mostraron sus cuadernos llenos de garabatos que se asemejaban a las letras del hindi y cuando les decía “bahut sundar” (muy bonito) se iban orgullosos con una sonrisa de oreja a oreja. Pero teníamos que continuar con nuestro camino antes de que el sol picara más. Teníamos que encontrar un buen sitio para comer.


Antes de salir, llevamos a los camellos junto a un depósito de agua de cuatro metros de altura y, con un cubo y una cuerda, sacamos agua para que bebieran. Los camellos beben un par de veces al día. Son tan preciados en el desierto por su fuerza y porque pueden aguantar muchas horas sin beber. Después continuamos entre pinchos, arena y árboles, pero no supimos encontrar un buen sitio para comer, así que al final paramos bajo una pequeña sombra rodeados de pinchos.


Cada vez que parábamos -y también durante la noche- soltábamos a los camellos para que pastaran y disfrutaran a su aire. Les atábamos las patas delanteras para que no pudieran ir muy lejos. Aun así, se podían alejar uno o dos kilómetros y luego había que ir a buscarlos con paciencia.


Seguimos adelante, pero esta vez hicimos trotar a los camellos. Sí, los camellos no sólo van al paso, sino que pueden trotar e incluso galopar. Después de un par de horas más, llegamos a unas dunas menos espectaculares que las del día anterior, pero con el suculento añadido de que esta vez íbamos solos. La puesta de sol fue preciosa nuevamente. A continuación, preparamos la cena, cenamos, recogimos, fregamos y sobre las 20.00 yo dije que me iba a la cama, que me apetecía disfrutar de las estrellas. Murad no estaba en absoluto cansado, así que me dijo: “Sé que hay otro grupo cerca de aquí, ¿te importa si me voy con ellos un rato?”. Yo le dije que no había problema. Me parecía genial la idea de quedarme totalmente solo y a oscuras –el fuego ya se había apagado- en la duna viendo las estrellas. En un momento dado, los aullidos de los perros me hicieron estremecer un poco; de hecho, había tres perros tumbados a escasos diez metros de mí. Pero no pasó nada. Por su parte, las cucarachas acudieron a la cita nuevamente. Al final, no recuerdo cuándo me quedé dormido, aunque sí recuerdo que me desperté cuando Murad volvió sobre las 23.00.

A la mañana siguiente, tras un bello amanecer, desayunamos y emprendimos el viaje de vuelta, pero esta vez nos juntamos con otro grupo. De hecho, ahí fue donde aprendí que los camellos galopan, ya que dos de los guías -como no, uno de ellos, el mío- pasaron gran parte del trayecto haciendo carreras.


Por lo demás, no hay nada anecdótico, excepto que en uno de los caminos había un anciano sentado en el suelo apoyado en una pared. Yo tiré de la rienda izquierda de Mahendra para dejar espacio, pero mi querido camello se rebotó y pasó por encima del anciano. Sí, literalmente por encima. De hecho, le comenté a Murad: “uff, ha estado cerca, eh” y él me dijo: “de hecho, el camello le ha pisado”. Me sentí mal, pero sólo momentáneamente. Al fin y al cabo, ¿por qué ibas a quedarte quieto en el suelo en medio de un camino estrecho cuando ves que vienen cinco camellos hacia ti? Y al parecer ellos están acostumbrados, porque el hombre ni se inmutó cuando el camello le pisó, sólo lanzó un grito a modo de pastor para que el animal se alejara.


Una vez en Jaisalmer, volví al Hotel Desert, descansé, me duché, preparé la mochila y me fui hacia la estación de autobuses. Antes paré a comer una especialidad de la zona: cordero al estilo rajasthani. ¡Delicioso! A las 17.00 cogí el autobús nocturno hacia mi próximo destino: Udaipur.

 

 

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