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historias

NÓMADAS NÓRDICOS
Karasjok (Noruega), 6 de agosto de 2010.

Teníamos un presupuesto muy ajustado, así que, en cuanto comprobamos lo que consumía el coche y el precio de la gasolina en Escandinavia, nos planteamos seriamente abortar la operación y dar media vuelta. Lanzamos una moneda al aire pero no llegó a caer, porque la ambición rápido nos convenció de que el Cabo Norte no era un lugar al que podíamos volver en cualquier otro momento debido a su impráctica ubicación. Además, es sabido que a mí me encantan los retos, así que llegar al punto de mayor latitud de Europa resultaba demasiado motivador.


Para reducir los gastos al mínimo, además de dormir en el coche o acampando –según el tiempo-, incorporamos el principio de no invertir casi en comida, de modo que comprábamos latas y otros alimentos ya preparados –lo más barato que había- y los consumíamos tal cual, sin calentar. Afortunadamente existía una gran variedad de productos enlatados; desafortunadamente, a partir del tercer día, todo sabía igual.
Continuamos hacia el norte a razón de unos 500-700 kilómetros diarios. Parece mucho pero no se nos hizo pesado en ningún momento. Tampoco había muchos sitios interesantes donde parar -puesto que casi todo eran paisajes-, así que bastaba con disfrutar desde el coche e ir haciendo alguna paradita de vez en cuando. Para el aseo diario, rellenábamos botellas de agua en alguna gasolinera el día anterior y utilizábamos una palangana, una esponja y jabón biodegradable en medio del bosque, junto a la tienda de campaña. En dos ocasiones usamos los baños de un supermercado donde había agua caliente y se agradecía bastante.


El día que entramos en el Círculo Polar hicimos cerca de 1.200 kilómetros sin darnos cuenta. A esas latitudes y en esas fechas, el sol a penas se pone y nunca llega a oscurecer. Entre las 23.00 y las 02.00, el cielo experimenta un largo crepúsculo. En el último tramo conducía yo. Llevaba unas cuantas horas al volante cuando empecé a sentir sueño, entonces miré el reloj y sorprendentemente eran las 4 de la madrugada, aunque parecían las 9 de la noche.


Dicen que en el Círculo Polar es mucho más fácil cruzarte con un reno que con un coche por las carreteras. Es totalmente cierto. Hay cientos de renos por todas partes, renos a los que resulta imposible dejar de mirar y admirar. Son bellos y de apariencia dulce, aunque se saben dueños de la zona. Si hay un reno en medio de la carretera, no importa que toques el claxon o te acerques para asustarlo: se irá cuando quiera. Otro animal típico de esas latitudes es el alce. Una noche nos perdimos por unos caminos de tierra buscando un lugar para y nos topamos con dos de ellos. Son aterradoramente grandes y fuertes.


En Rovaniemi (Finlandia) estaba el paralelo del Círculo Polar pintado en el suelo. Sé que es una mera línea en el suelo, pero sentí un gran poder al pisarla. También visitamos la casa y la fábrica de juguetes de Papá Noel. Nos pareció un poco caro y turístico, pero aun así decidimos entrar. Pensamos que iba a ser una estupidez, pero la verdad es que estuvo genial. Como si de repente hubiera retrocedido 30 años, todo ese mundo artificial cobró vida para mí y volví a creer en él. Honestamente puedo afirmar que el Santa Claus con el que estuve hablando era sin duda el de verdad. Por cierto, tanto él como los elfos eran gente muy agradable.
Todavía con la sonrisa en la boca, visitamos el Museo del Ártico, donde había tan poca gente que nos pasaron el vídeo informativo en español. La reproducción tuvo lugar en un gran auditorio que sólo nosotros dos ocupábamos y, al terminar, se apagaron las luces y, sobre nosotros, empezó todo un despliegue de auroras boreales tan real que se me saltaron las lágrimas. Contaba el vídeo que para los sami las auroras son las almas de sus seres queridos ya fallecidos. El momento fue francamente mágico.


Los sami son las tribus que habitan el Círculo Polar escandinavo, una región llamada Sápmi que incluye parte de Noruega, Suecia, Finlandia y Rusia. Se dedican principalmente al pastoreo de renos y son una de las pocas tribus nómadas que quedan en el mundo. Nada más cruzar la frontera entre Finlandia y Noruega nos encontramos con Karasjok, capital de la región Sápmi. Recuerdo Karasjok con especial cariño porque nos brindó la oportunidad de conocer de cerca cómo viven estas gentes de la mano de una de ellos. Íbamos paseando tan tranquilamente entre renos cuando de repente avistamos un lavvu del que salía humo. Un lavvu es una gran tienda de campaña similar a la que usan los indios de la reserva americana. Nos acercamos y dentro había una chica rubia de unos 16 años, vestida con el traje tradicional sami de Karasjok –cada pueblo tiene su propio traje tradicional- y, al vernos mirando desde lejos, nos invitó a entrar. Fue una oportunidad única. La chica hablaba inglés perfectamente, pero curiosamente nos contó que no sabía mucho el noruego, puesto que su idioma nativo era el sami. Insistió en que le preguntáramos todo lo que quisiéramos saber sobre cómo viven y su cultura. En resumen, durante la época de frío permanecen en un lugar donde puedan mantener los renos a cobijo. Posteriormente, cuando llega el calor, sacan los renos a pastar y se dedican a seguirlos, durmiendo en lavvus. Cada familia marca los renos en la oreja con un sello distintivo. Viven más retrasados en cuanto a tecnología, ya que el nomadismo no es muy compatible con nada. “¡En la casa de invierno tenemos tele!”, repetía con emoción.


Por dentro, el lavvu tiene una zona para sentarse forrada con pieles de reno alrededor de un fuego. La parte central de la tienda –digamos la punta del cono- está abierta para que el humo pueda salir, y está pensada para que, en el caso de que llueva, las gotas se evaporen antes de alcanzar el suelo por el contacto con el humo caliente. Por otro lado, la alimentación de los sami es básicamente carne de reno. La comen a todas horas, en todas las comidas y cocinada de muy diversas maneras. Y no comen verduras. Desde el punto de vista nutricional, es aberrante, pero al fin y al cabo la carne de reno es lo que tienen a mano todo el tiempo.


Después de Karasjok nos dirigimos hacia el Cabo Norte. El cambio de paisaje era muy evidente: entrábamos en la tundra, donde las montañas son pura roca y no hay vegetación, sólo musgos. Lamentablemente, después de todo el esfuerzo y de los 4.000 km recorridos, cuando llegamos hacía mucho frío y había una niebla muy espesa, así que no pudimos disfrutar de las vistas del acantilado. En fin, al menos nos queda la satisfacción de poder decir: “Yo estuve allí”.

 

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